Por: Eduardo Ricci Burgos, abogado de Negocios en COHLERS+PARTNER
En un contexto marcado por la recuperación económica pospandemia, la estabilización inflacionaria y una creciente demanda habitacional, podría parecer que el sector inmobiliario chileno enfrenta condiciones propicias para retomar el dinamismo. Sin embargo, la principal amenaza que enfrenta en 2025 no es económica, sino institucional: la incertidumbre regulatoria y jurídica, que paraliza decisiones de inversión, encarece los proyectos y genera una profunda desconfianza en el largo plazo.
La actividad inmobiliaria depende estrechamente de reglas claras, estables y predecibles. El desarrollo de un proyecto —desde la adquisición del terreno hasta la entrega de la última unidad— puede tomar varios años y requiere una planificación jurídica, financiera y técnica minuciosa. En este sentido, los cambios normativos abruptos, las demoras en tramitaciones, los vacíos legales y, sobre todo, la falta de criterios unificados en los órganos que intervienen, se han convertido en el principal riesgo del rubro.
Durante los últimos años, y especialmente en 2024, el sector ha debido enfrentar un escenario crecientemente incierto: modificaciones constantes a los planes reguladores comunales, judicialización de permisos de edificación ya otorgados, fallos contradictorios de la Corte Suprema respecto de la interpretación de instrumentos de planificación territorial, y una presión política creciente por parte de municipios y organizaciones sociales para limitar nuevos desarrollos. Todo ello, sumado a procesos de reforma legal inconclusos en materias clave como la Ley General de Urbanismo y Construcciones (LGUC) y la tramitación ambiental.
Esta situación genera un efecto paralizante, pues proyectos que ya contaban con permisos y que se encontraban en etapa de construcción han debido detenerse o ser rediseñados, mientras que nuevas inversiones se mantienen en suspenso ante la posibilidad de que los criterios cambien a mitad del camino. Los inversionistas perciben que los derechos adquiridos ya no están plenamente garantizados, lo que atenta contra el corazón mismo del negocio inmobiliario: la certeza jurídica.
Más grave aún, esta incertidumbre erosiona la confianza ciudadana. La ciudadanía, testigo de proyectos que se detienen, edificios inconclusos o barrios con obras paralizadas, termina percibiendo al desarrollo urbano como caótico y especulativo, cuando en realidad muchas veces se trata de efectos derivados de vacíos institucionales o criterios discrecionales en las autoridades.
Por supuesto, no se trata de defender una desregulación total del mercado. El desarrollo urbano requiere normas claras, sostenibilidad ambiental y respeto por las comunidades. Pero esas reglas deben aplicarse de forma coherente, oportuna y previsible. El problema no es la regulación, sino su inestabilidad.
Si Chile desea resolver su déficit habitacional, dinamizar el empleo en la construcción y atraer inversión privada al desarrollo urbano, debe enfrentar con urgencia esta amenaza. Esto implica avanzar hacia una modernización normativa que unifique criterios, fortalezca la certeza jurídica y evite la captura política del proceso de planificación urbana. De lo contrario, el sector inmobiliario seguirá atrapado en un escenario donde los riesgos no provienen del mercado, sino del propio Estado; y en ese contexto, no habrá reactivación posible.