Por: Paula García de los Ríos, Socia de Gestión Social
La Ley Karin, inspirada en el caso de la técnico en enfermería Karin Salgado, quien se suicidó producto de maltrato y acoso en el trabajo, ha generado cambios importantes en el entorno laboral chileno, exigiendo a las empresas implementar protocolos para prevenir el acoso laboral, sexual y la violencia en el trabajo.
Busca reforzar la responsabilidad de los empleadores en la protección de sus trabajadores y en su primer mes de implementación ha dado lugar a más de dos mil denuncias, principalmente en el sector privado. Este incremento refleja una mayor visibilización de hechos que antes pasaban desapercibidos o que no se denunciaban por la falta de mecanismos.
Sin embargo, el impacto de esta ley no se limita a cambios normativos, la nueva legislación apunta a un cambio cultural profundo dentro de las organizaciones, donde los líderes deben adoptar el rol de facilitadores de entornos inclusivos y empáticos. Además, obliga a los empleadores a ser proactivos en la implementación de protocolos preventivos que eliminen conductas abusivas.
Sin embargo, el sector privado no puede ser el único responsable de implementar estas transformaciones. El Estado tiene un rol clave que va más allá de la creación de leyes y reglamentos. También debe dar el ejemplo, no solo aumentando las exigencias, sino también aplicándolas de manera efectiva. No olvidemos que en 2022, la Superintendencia de Seguridad Social reveló que la frecuencia de las licencias médicas en el sector público fue casi tres veces superior en comparación con el privado e independientes. ¿Las razones? Salud mental, incluyendo el estrés laboral derivado de la sobrecarga de trabajo, el acoso laboral y las malas condiciones en los entornos laborales.
En un contexto donde la crisis institucional y moral ocupa la agenda pública, es crucial reflexionar el papel del mundo empresarial en generar un cambio de conciencia en sus trabajadores, sin dejar de lado la responsabilidad del Estado en acompañarlos. La cultura del abuso y la corrupción está presente en diversos estratos socioeconómicos, colores políticos y organizaciones sociales. El “Caso Audios” nos recordó que el tráfico de influencias y la corrupción están profundamente arraigados en las instituciones del país.
Si realmente queremos reducir las inequidades y frenar los abusos de poder, debemos fomentar una cultura de respeto y honestidad desde las bases de la sociedad. Esto requiere un compromiso firme de todos los actores sociales para educar y formar a las personas en valores que promuevan el respeto mutuo y la justicia.
Las empresas deben crear políticas transparentes y contar con canales efectivos de denuncia, pero no se les puede cargar todo el peso de la transformación cultural. Las familias, las instituciones educativas y el propio Estado tienen un rol fundamental en el desarrollo de estos valores, para forjar así, ciudadanos conscientes de sus derechos y responsabilidades. Solo un esfuerzo colectivo podrá generar los cambios necesarios para enfrentar los desafíos que enfrenta Chile en el largo plazo.
La Ley Karin es un paso importante, pero solo el primero de muchos que debemos dar para enfrentar la crisis moral que atraviesa el país. El verdadero cambio sólo ocurrirá cuando todos los sectores, incluidos el Estado, se comprometan activamente en la construcción de una sociedad más justa y equitativa.